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sábado, 20 de febrero de 2021

A BADAJOZ

 


Sigamos con la serie de entradas que estoy dedicando a ese puñado de ciudades a las que les he dedicado algún poemario. La comenzamos con Baeza, un trabajo que realmente estaba dedicado a Antonio Machado, y continuamos con los recientes A Asturias y A Granada. Hoy, Badajoz, el poemario número 41 entre los que llevo escritos. Algún día espero escribir algo sobre Sevilla. 

Se trata de la ciudad que más veces he visitado, debido a que allí viven familiares. Y casi siempre ha sido eso, un reunirnos en familia, salir a comer, visitar de pasada tal o cual sitio, pero sin apenas detenernos a conocerla de verdad. Pero un día, como parte de la visita, nos llevaron a ver la Catedral y fue sorprendente el tesoro que tiene guardado entre sus muros, al igual que otros sitios a los que fui prestando más atención. De todas formas, cabe citar como prueba de la mucha atención que siempre se llevaba la familia el que no tengo ninguna foto de lugares típicos de Badajoz; por eso he abierto esta entrada con una canción que Los Chunguitos le dedicaron.

El  poema que quiero copiar aquí se llama A los pies de la encina y lo escribí en junio de 1999, en pleno viaje desde Sevilla, un viaje que en esa ocasión hice en autobús, y consta de tres partes:

1.
La circular sombra de la encina
parece que se agranda
cuando se llenan de melancolía
los confines de mi alma.
Que Extremadura se desvitaliza
como lo hacen sus hombres,
cuando la seca se lleva la vida
de sus clareados bosques.
Para este mal no encuentran medicina
que refresque sus ramas
ni aunque planten mucha psicología
en sus frondosos montes.
¡Quizás si se sentaran
debajo de la encina
a oír la voz de su alma,
otra cosa sería!
 
2.
Como una hoja,
así es la vida,
                                           como una hoja
desguarnecida,
por los vientos
                                           desgarrada y mecida,
en su descenso,
buscando la ría
                                           de su progreso.
Así es la vida,
Como una hoja
                                           Perenne de encina.
 
3.
¡Quién pudiera!,
abarcar los límites de tu tronco
-callado y quieto como tu corteza-,
sintiendo el suave pliegue del esbozo
que dejan tus raíces en la tierra;
¡quién pudiera!
teñir con sus dedos de verde el cielo,
ramificando la naturaleza
de los esplendorosos sentimientos
que entonan sutiles transparencias;
¡Quién pudiera -¿quién?- ser como la encina!,
firme columna de caudal repleta,
kabalístico árbol de la vida
que añora la unión que antes tuviera…

 

Y si quiero decir la verdad, este poema no formaba parte inicialmente del trabajo, sino que es anterior a él, como un mínimo de cinco años. Lo incorporé más tarde, cuando lo rescaté de algunas hojas perdidas en una carpeta no menos perdida. El poemario original, en sí, consta de seis poemas, el último de los cuales está dedicado a la peste. Porque la peste negra asoló Badajoz, como a toda Europa, en el siglo XIV, y más tarde, en 1599, lo hizo la llamada peste atlántica, que ocasionó una mortandad del 20% de la población. Estos fueron unos sucesos de la historia local que me impresionaron vivamente, de modo que este poema que en seguida copio recrea un tanto la situación que entonces se vivió bajo la peste negra.

El aire se hace pobre,
de desperdicios lleno
que inundan los pulmones
y oscurecen el cielo,
aire lleno de ratas
sobre inmóviles cuerpos,
frío de cucarachas
que se llevan sus alientos.
La peste de las calles
llega a los aposentos,
la peste negra se hace
dejando olor a muerte.
 
Las gentes viven en estrechas calles,
la miseria como mesa camilla
en que cada uno de sus cosas sabe
dónde comienzan y dónde terminan.
Con una sobre otra necesidad,
comida y basura juntas se guardan
con los excrementos que da un jornal
de quienes ni tienen hoy ni mañana.
-¡Es la peste, tiene la peste negra!,
una voz se abre paso y se oye su eco
cabalgando veloz de oreja en lengua,
-¡es la peste, que alguien prenda un fuego!,
se corre la voz de esquina en esquina
a impulsos del calor del frío miedo
y cuatro fuegos en las cuatro esquinas
avientan sus miserias y sus muertos.
 
El aire se hace pobre,
lleno de humo y miserias
que ensucian los pulmones
y ojos y manos cierra:
ya no quedan más ratas
escalando los cuerpos
ni quedan cucarachas
negras como el frío viento.
Las calles y las plazas
se han quedado desiertas
y el humo, de fantasmas,
la imaginación llena.

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